Yo iba en bicicleta al colegio. Por una apacible calle muy céntrica de la noble ciudad misteriosa. Pasaba ceñido de luces, y los carruajes no hacían ruido. Pasaban majestuosos, llevados por nobles alazanes o bayos, que caminaban con eminente porte.¡Cómo alzaban sus manos al avanzar, señoriales, definitivos, no desdeñando el mundo, pero contemplándolo desde la soberana majestad de sus crines! Dentro, ¿qué? Viejas señoras, apenas poco más que de encaje, chorreras silenciosas, empinados peinados, viejísimos terciopelos: silencio puro que pasaba arrastrado por el lento tronco brillante. Yo iba en bicicleta, casi alado, aspirante. Y había anchas aceras por aquella calle soleada. En el sol, alguna introducida mariposa volaba sobre los carruajes y luego por las aceras sobre los lentos transeúntes de humo. Pero eran madres que sacaban a sus niños más chicos. Y padres que en oficinas de cristal y sueño... Yo al pasar los miraba. Yo bogaba en el humo dulce, y allí la mariposa no se extrañaba. Pálida en la irisada tarde de invierno, se alargaba en la despaciosa calle como sobre un abrigado valle lentísimo. Y la vi alzarse alguna vez para quedar suspendida sobre aquello que bien podía ser borde ameno de un río. Ah, nada era terrible. La céntrica calle tenía una posible cuesta y yo ascendía impulsado. Un viento barría los sombreros de las viejas señoras. No se hería en los apacibles bastones de los caballeros. Y encendía como una rosa de ilusión, y apenas de beso, en las mejillas de los inocentes. Los árboles en hilera era un vapor inmóvil, delicadamente suspenso bajo el azul. Y yo casi ya por el aire, yo apresurado pasaba en mi bicicleta y me sonreía... y recuerdo perfectamente cómo misteriosamente plegaba mis alas en el umbral mismo del colegio.
(Historia del corazón, 1954)
(Historia del corazón, 1954)
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